Cuando conocimos al "chinito" Kyoto eran los años sesenta, estábamos en cuarto de secundaria en la GUE Mariano Melgar, en el distrito de Breña. El chino nos llevaba por lo menos tres años en edad y en estatura otro tanto, era robusto, un lindo “bebecrece”.
Era corpulento, fácilmente pasaba como una persona mayor. Con saco y corbata era un adulto perfecto. Lo único que lo delataba era una sonrisa abierta en su cara redonda de niño. Así era el chinito alegre y pendenciero.
La madre del chino, era una japonesa que en la década del cuarenta había llegado a Lima y se estableció inicialmente en Huaral y luego llegó al barrio. Administraba una tienda en la esquina de Pumacahua con José Leal en Lince. Era la clásica tienda del chino, qué barrio limeño no tuvo su “chino de la esquina”.
En esa tienda vendía toda clase de abarrotes, Kerosene y también alcohol barato. La madre se llamaba Rosa, hablaba un castellano ininteligible, mezclado con japonés. En cambio el hijo era un chino acriollado, se las sabía todas completitas de pe a pa.
El chino tenía un hermano mayor, Enrique ambos ayudaban a su madre en la venta de productos de primera necesidad. Se turnaban en la atención al público. Pero también repartían pedidos a domicilio, hoy se llama “delivery”, el chino lo había descubierto muchos años antes, en la década de los sesenta.
Aparte del tradicional kerosene para las amas de casa, expendía licor de mala calidad en la trastienda denominada “la cámara de gas” a los borrachines del barrio, trabajadores, cargadores de carne, verduras y pescado del mercado de Risso.
Muchos de ellos eran pobres seres humanos que buscaban la salvación de su alma, olvidar un amor no correspondido o simplemente embriagarse hasta perder la razón. Ingresaban al mediodía y a las 4pm salían dando traspiés y zigzagueando por la pista, toreando a los pocos carros que circulaban, con los dedos amarillos de tanto fumar cigarrillos Inca.
Kyoto era un muchacho muy despierto para su edad. Mientras nosotros pensábamos en estudiar, hacer las tareas o, en enamorar a las colegialas del Fannig y Elvira García y García. Él actuaba a su libre albedrío, tomaba sus propias decisiones, ni su hermano se metía, porque el chinito también tenía mal carácter, además ambos no invadían territorios ajenos.
Pensaba y procedía enfundado en su propia sensualidad, abordaba temas mayores, como hacerse la vaca. Ir al cine a ver películas para mayores de 21 años en los cines de Barrios Altos y terminar en el burdel de la avenida México, con la mejor puta, del gran salón “Las intocables”. Vaya sí fuimos algunas veces a pecar como todo muchacho de barrio.
Estudiábamos en horario doble, mañana y tarde, usábamos uniforme comando color beige, con cristina, insignia y galones en las hombreras. Éramos tres amigos que con uniforme tipo comando, algunas veces en la Cocharcas-José Leal y otras en bicicleta íbamos al Melgar en Breña.
Cuando llegábamos retrazados como suele suceder algunas veces, cuando se es alumno. Teníamos que ver la cara avinagrada y el garrote en las garras, digo en las manos del regente, a quien apodamos cariñosamente como KKCK, por el color de su piel y su gran parecido.
Kyoto tenía una rutina los días miércoles, era su día, en las tardes solo tenía una hora de clases, por lo que aprovechaba para hacerse la vaca, así se decía cuando en esos años se faltaba al colegio. Algunas veces por curiosidad primero y luego porque era “sin gas”, sin gasto claro está, participábamos en esas andanzas, pues estábamos a propina y el quería nuestra compañía, porque además era bien amiguero.
Acompañábamos al chino en sus travesuras y caminatas, junto con el negro Rodrigo, un sullanero que llegó al barrio por esos tiempos. Nos divertíamos al máximo en aquellas aventuras y experiencias juveniles, cuando Lima era diferente. El tranvía y los colectivos aún circulaban por sus viejas calles y avenidas.
La primera etapa era hacer tiempo hasta las siete de la noche. Lo normal en esos tiempos era hacerse la “vaca”, o la pera. Con el chino asistíamos a los partidos de fútbol de la primera división en el Estadio Nacional. Los escolares pagábamos media entrada, bonita manera de estudiar.
El chino se encargaba de eso, pues el “cajoneaba” con cariño antes de ir al colegio por la tarde. En el Nacional los vendedores de cigarros, de maní y café con su veneno más, lo reconocían al toque y se le acercaban. Los tres sentados en la tribuna Sur del Nacional, espectábamos los partidos y engullíamos el maní que compraba generosamente. El chino era goloso para el maní, los cigarros y especialmente para las mujeres.
Para llevar esta forma de vida el Chino se agenciaba las propinas, aprovechaba que su madre disfrutaba de una bien merecida siesta del medio día y el chino sapo, “cajoneaba”, le sacaba un sencillo del cajón donde su madre guardaba el producto de las ventas, pero además la madre le daba para el pasaje en el Bus. Doblemente ganador el chinito.
Así mientras el vendedor de maní vociferaba”Maní, maní, de la chacra de María Félix”, nosotros nos torcíamos de risa. El chino que era caserito también festejaba esta ocurrencia del vendedor y le compraba maní en grandes cantidades. Golosina del que dábamos cuenta los tres, bien uniformados pero disimulados con una casaca encima.
Al finalizar los partidos el chino se despedía y nosotros. El negro Rodrigo y yo regresábamos caminando al barrio, intrigados, preguntándonos a dónde se iría. Hasta que un día nublado de Agosto, con el frío atornillado en el cuerpo, al término de los partidos le pedimos acompañarlo. Prácticamente lo presionamos, el chino se rió maliciosamente. Su respuesta fue una pregunta, para qué quieren saber, vayan a sus casas a estudiar..
Al principio no quiso, dijo que éramos muy chiquillos para esos trajines. Luego de pensarlo por unos largos minutos, aceptó, no sin antes darnos las recomendaciones del caso, así conocimos México, el burdel de moda por aquellos días.
Nos contó que luego del estadio se iba al Cine Conde Lemos en Barrios Altos a ver una película para mayores de 21 años. Esas películas donde ver el hombro o la mitad de la pantorrilla de una mujer eran calificadas como pornográficas. Muchos cucufatos habían vetado varias películas de este tipo, existía la censura.
Luego al término de la película con el cuerpo, la mente preparada y las hormonas en su punto de ebullición. Kyoto iba a satisfacer sus necesidades sexuales con una puta en “las Intocables” de la avenida México. Finalmente regresaba feliz a casa con una sonrisa de oreja a oreja.
Al término de la secundaria, mientras buscábamos trabajo para sobrevivir como cualquier mortal, enfrentando la competencia. Los sábados el chino enfundado en su mandil de faena más gris que blanco ayudaba a su madre en la tienda. Él se encargaba de repartir los pedidos de abarrotes a las casas cercanas.
Por esos tiempos le había echado lente a Débora una madre soltera, loretana, sensual decían. Las viejas chismosas del barrio aseguraban que trabajaba en el oficio más antiguo del mundo. Nosotros la mirábamos entre inocentes y pecadores, cuando caminaba y movía las caderas cadenciosamente y nos regalaba una sonrisa burlona, ella sabía que nosotros sabíamos su secreto, pero igual, solo con el chinito aflojó.
Ella sabía lo que le gustaba al chino, al principio con su caminar cadencioso y sensual iba a la misma tienda para comprar, lo miraba al chinito con esa mirada de roba corazón y de te espero, ya sabes donde. El mismo chino la atendía y entablaban una conversación entre risa y risa, mientras la madre estaba descansando.
Con el tiempo ella no necesitaba salir de su departamento, mandaba a su muchacha con una lista de productos o lo mandaba llamar con algún amigo desde su ventana que daba a la José Leal. El chino ni corto ni perezoso acudía de inmediato al llamado del placer.
El chino muy solícito él, rápido salía de la tienda, nos sonreía al paso. Mientras nosotros observábamos esa maniobra desde la esquina. El chino tocaba la puerta y pasaba a entregarle a Débora el pedido solicitado. Ella agradecida rápidamente, como corresponde y era su costumbre, asumía su rol imperturbable y le curaba el estrés.
Un buen día desapareció el chino Kyoto junto a su familia, el barrio perdió a su chinito de la esquina. Todos dijeron el chino se fue con la garúa invernal. Alguien aseguró que se dedicarían a criar pollos en una granja en las afueras de Lima. Nunca más lo vimos, no supimos ni una palabra, se perdió en el tiempo. Solo quedaron estos recuerdos, pero el chino debe estar vivo aún, por algún lugar de esta Lima gris y llena de garúa.
Era corpulento, fácilmente pasaba como una persona mayor. Con saco y corbata era un adulto perfecto. Lo único que lo delataba era una sonrisa abierta en su cara redonda de niño. Así era el chinito alegre y pendenciero.
La madre del chino, era una japonesa que en la década del cuarenta había llegado a Lima y se estableció inicialmente en Huaral y luego llegó al barrio. Administraba una tienda en la esquina de Pumacahua con José Leal en Lince. Era la clásica tienda del chino, qué barrio limeño no tuvo su “chino de la esquina”.
En esa tienda vendía toda clase de abarrotes, Kerosene y también alcohol barato. La madre se llamaba Rosa, hablaba un castellano ininteligible, mezclado con japonés. En cambio el hijo era un chino acriollado, se las sabía todas completitas de pe a pa.
El chino tenía un hermano mayor, Enrique ambos ayudaban a su madre en la venta de productos de primera necesidad. Se turnaban en la atención al público. Pero también repartían pedidos a domicilio, hoy se llama “delivery”, el chino lo había descubierto muchos años antes, en la década de los sesenta.
Aparte del tradicional kerosene para las amas de casa, expendía licor de mala calidad en la trastienda denominada “la cámara de gas” a los borrachines del barrio, trabajadores, cargadores de carne, verduras y pescado del mercado de Risso.
Muchos de ellos eran pobres seres humanos que buscaban la salvación de su alma, olvidar un amor no correspondido o simplemente embriagarse hasta perder la razón. Ingresaban al mediodía y a las 4pm salían dando traspiés y zigzagueando por la pista, toreando a los pocos carros que circulaban, con los dedos amarillos de tanto fumar cigarrillos Inca.
Kyoto era un muchacho muy despierto para su edad. Mientras nosotros pensábamos en estudiar, hacer las tareas o, en enamorar a las colegialas del Fannig y Elvira García y García. Él actuaba a su libre albedrío, tomaba sus propias decisiones, ni su hermano se metía, porque el chinito también tenía mal carácter, además ambos no invadían territorios ajenos.
Pensaba y procedía enfundado en su propia sensualidad, abordaba temas mayores, como hacerse la vaca. Ir al cine a ver películas para mayores de 21 años en los cines de Barrios Altos y terminar en el burdel de la avenida México, con la mejor puta, del gran salón “Las intocables”. Vaya sí fuimos algunas veces a pecar como todo muchacho de barrio.
Estudiábamos en horario doble, mañana y tarde, usábamos uniforme comando color beige, con cristina, insignia y galones en las hombreras. Éramos tres amigos que con uniforme tipo comando, algunas veces en la Cocharcas-José Leal y otras en bicicleta íbamos al Melgar en Breña.
Cuando llegábamos retrazados como suele suceder algunas veces, cuando se es alumno. Teníamos que ver la cara avinagrada y el garrote en las garras, digo en las manos del regente, a quien apodamos cariñosamente como KKCK, por el color de su piel y su gran parecido.
Kyoto tenía una rutina los días miércoles, era su día, en las tardes solo tenía una hora de clases, por lo que aprovechaba para hacerse la vaca, así se decía cuando en esos años se faltaba al colegio. Algunas veces por curiosidad primero y luego porque era “sin gas”, sin gasto claro está, participábamos en esas andanzas, pues estábamos a propina y el quería nuestra compañía, porque además era bien amiguero.
Acompañábamos al chino en sus travesuras y caminatas, junto con el negro Rodrigo, un sullanero que llegó al barrio por esos tiempos. Nos divertíamos al máximo en aquellas aventuras y experiencias juveniles, cuando Lima era diferente. El tranvía y los colectivos aún circulaban por sus viejas calles y avenidas.
La primera etapa era hacer tiempo hasta las siete de la noche. Lo normal en esos tiempos era hacerse la “vaca”, o la pera. Con el chino asistíamos a los partidos de fútbol de la primera división en el Estadio Nacional. Los escolares pagábamos media entrada, bonita manera de estudiar.
El chino se encargaba de eso, pues el “cajoneaba” con cariño antes de ir al colegio por la tarde. En el Nacional los vendedores de cigarros, de maní y café con su veneno más, lo reconocían al toque y se le acercaban. Los tres sentados en la tribuna Sur del Nacional, espectábamos los partidos y engullíamos el maní que compraba generosamente. El chino era goloso para el maní, los cigarros y especialmente para las mujeres.
Para llevar esta forma de vida el Chino se agenciaba las propinas, aprovechaba que su madre disfrutaba de una bien merecida siesta del medio día y el chino sapo, “cajoneaba”, le sacaba un sencillo del cajón donde su madre guardaba el producto de las ventas, pero además la madre le daba para el pasaje en el Bus. Doblemente ganador el chinito.
Así mientras el vendedor de maní vociferaba”Maní, maní, de la chacra de María Félix”, nosotros nos torcíamos de risa. El chino que era caserito también festejaba esta ocurrencia del vendedor y le compraba maní en grandes cantidades. Golosina del que dábamos cuenta los tres, bien uniformados pero disimulados con una casaca encima.
Al finalizar los partidos el chino se despedía y nosotros. El negro Rodrigo y yo regresábamos caminando al barrio, intrigados, preguntándonos a dónde se iría. Hasta que un día nublado de Agosto, con el frío atornillado en el cuerpo, al término de los partidos le pedimos acompañarlo. Prácticamente lo presionamos, el chino se rió maliciosamente. Su respuesta fue una pregunta, para qué quieren saber, vayan a sus casas a estudiar..
Al principio no quiso, dijo que éramos muy chiquillos para esos trajines. Luego de pensarlo por unos largos minutos, aceptó, no sin antes darnos las recomendaciones del caso, así conocimos México, el burdel de moda por aquellos días.
Nos contó que luego del estadio se iba al Cine Conde Lemos en Barrios Altos a ver una película para mayores de 21 años. Esas películas donde ver el hombro o la mitad de la pantorrilla de una mujer eran calificadas como pornográficas. Muchos cucufatos habían vetado varias películas de este tipo, existía la censura.
Luego al término de la película con el cuerpo, la mente preparada y las hormonas en su punto de ebullición. Kyoto iba a satisfacer sus necesidades sexuales con una puta en “las Intocables” de la avenida México. Finalmente regresaba feliz a casa con una sonrisa de oreja a oreja.
Al término de la secundaria, mientras buscábamos trabajo para sobrevivir como cualquier mortal, enfrentando la competencia. Los sábados el chino enfundado en su mandil de faena más gris que blanco ayudaba a su madre en la tienda. Él se encargaba de repartir los pedidos de abarrotes a las casas cercanas.
Por esos tiempos le había echado lente a Débora una madre soltera, loretana, sensual decían. Las viejas chismosas del barrio aseguraban que trabajaba en el oficio más antiguo del mundo. Nosotros la mirábamos entre inocentes y pecadores, cuando caminaba y movía las caderas cadenciosamente y nos regalaba una sonrisa burlona, ella sabía que nosotros sabíamos su secreto, pero igual, solo con el chinito aflojó.
Ella sabía lo que le gustaba al chino, al principio con su caminar cadencioso y sensual iba a la misma tienda para comprar, lo miraba al chinito con esa mirada de roba corazón y de te espero, ya sabes donde. El mismo chino la atendía y entablaban una conversación entre risa y risa, mientras la madre estaba descansando.
Con el tiempo ella no necesitaba salir de su departamento, mandaba a su muchacha con una lista de productos o lo mandaba llamar con algún amigo desde su ventana que daba a la José Leal. El chino ni corto ni perezoso acudía de inmediato al llamado del placer.
El chino muy solícito él, rápido salía de la tienda, nos sonreía al paso. Mientras nosotros observábamos esa maniobra desde la esquina. El chino tocaba la puerta y pasaba a entregarle a Débora el pedido solicitado. Ella agradecida rápidamente, como corresponde y era su costumbre, asumía su rol imperturbable y le curaba el estrés.
Un buen día desapareció el chino Kyoto junto a su familia, el barrio perdió a su chinito de la esquina. Todos dijeron el chino se fue con la garúa invernal. Alguien aseguró que se dedicarían a criar pollos en una granja en las afueras de Lima. Nunca más lo vimos, no supimos ni una palabra, se perdió en el tiempo. Solo quedaron estos recuerdos, pero el chino debe estar vivo aún, por algún lugar de esta Lima gris y llena de garúa.
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