Cuando Juan Francisco dormía en su plácida cama, el colchón de lana de oveja le brindaba un descanso reconfortante y placentero. Sus sueños eran dominados por ese deseo de poseer como mascota a una oveja pequeña. No es que contara ovejas para dormir, no, él soñaba con criar y ser su propietario.
Tenía 10 años, era un niño muy inquieto, vivía con su abuela en una casona inmensa. En el patio, bordeado de un jardín de magnolias, mastuerzos y cartuchos, jugaba futbol con sus amigos, en ese inmenso campo se divertía y compartía los ratos de alegría y bullicio propios de su edad.
Pero, su vida no estaba completa, había algo que lo inquietaba, su sueño más caro era poseer una oveja pequeña. Este deseo dominaba su quehacer y pensamiento diario. Hasta en el colegio se distraía muchas veces, sus compañeros se burlaban de sus deseos.
En toda conversación siempre aludía la posibilidad de que su abuela le comprara una, la abuela solo atinaba a escucharlo, no decía nada, además no disponía de dinero. Algunas tardes sentado frente al jardín de su casa, su mirada se perdía muy lejos, viajaba a través de los campos roturados, llegaba detrás de los cerros que circundaban la ciudad.
Soñaba que ya era dueño de una oveja, macho y pequeño, al que cuidaba con mucho esmero y dedicación, luego lo veía grande y fuerte. Volvía a la realidad reprendido por su falta de atención en clases, es que su imaginación fluía en las alas de su pretensión más querida.
En agosto, llegaban de Lima los hermanos de su abuela, Isidoro y Manuel. A la estación del ferrocarril, iba la carreta del “lorito” Zorrilla para trasladar las pesadas maletas, las cajas, regalos y otras sorpresas. Los tíos abuelos llegaban con su pletórico modernismo limeño, sus paraguas inservibles en la estación ausente de lluvias, su pipa sin tabaco; pero, ellos parecían haber olvidado las costumbres y el clima de su vieja provincia.
Ya en la casona antigua en plena ciudad, se unían con sus tres hermanas Carmen, Rosa y María la abuela de Juan Francisco, ellas los recibían con el afecto de siempre y juntos se sentaban para conversar sobre las novedades en la capital. En la vieja sala de la antigua casona de sus padres, los hermanos conversaban sobre sus experiencias, bajo la mirada de una gran fotografía de sus padres los bisabuelos de Juan Francisco.
En esa antigua vivienda sin alumbrado se reunían para el reencuentro anual, los de Lima y las que quedaron en Jauja. El patio oscuro como madriguera de lobos, por las noches parecía habitada, recorrida y adornada por la presencia de figuras fantasmagóricas y cuyo tamaño se agrandaba al cruzar el patio principal. Juan con temor pasaba rápido, desoyendo el silbido de los habitantes de la oscuridad. Se narraban muchos hechos luctuosos acaecidos durante la guerra con Chile.
Mientras los tíos abuelos, se sentaban alrededor de la larga mesa de madera en la cocina para la cena, disfrutar del mate de coca, toronjil, manzanilla o cedrón y superar el soroche, que a todo visitante afectaba al llegar a la provincia más famosa del Perú, Juan Francisco los observaba con meticulosidad, con atención y esperaba algún regalo, nada de nada al final.
Es que en Jauja famosa por su clima y buena comida, se curaban de la TBC, muchos enfermos que llegaban de la Costa, llegaron muchas familias limeñas de abolengo, se curaron y se quedaron, otros regresaron a su infaltable e inolvidable Lima.
En esa reunión se tomaban acuerdos sobre las actividades a realizar con los terrenos de cultivo, la granja, el censo de los eucaliptos y el reparto de las tierras mediante un sorteo imaginario, en el que la parte más gorda de los premios casi siempre se la llevaban los “limeños”. Grandes ventajistas.
De nada les sirvió no pudieron llevarse al más allá, algunas de “sus” propiedades, los terrenos de cultivo regresarán a la comunidad campesina, porque no pueden venderse, solo pueden pasar de padres a hijos. Sus hijos nunca quisieron regresar para hacerlas producir, triste final a la ambición desmedida y ventajista.
Al día siguiente, iniciaban la caminata de ocho kilómetros, por un camino sinuoso bordeado por tierras de sembrío, lleno de árboles de eucalipto. Llegaban a la casa hacienda, cerca a la laguna de Paca. Una construcción vieja cuyas paredes de adobe extrañaban tiempos mejores, los recibía una delegación de operarios que se encargaban del cuidado de las chacras, los animales y la casa.
Ese día lo dedicaban a descansar y planear, alumbrados por la mortecina luz de unas velas, que se repetía todas las noches que permanecían. Las actividades de marcado, pintado y sorteo de chacras para el año siguiente.
Con el canto del gallo giro, todos se levantaban, luego del aseo y de un buen desayuno con leche fresca, partían a la primera chacra, la más alejada, realizaban todo lo planeado, además asignaban al quinteo a cada hermano, en un orden, número y color arbitrario, que Pablo el más ventajista les asignaba.
Los operarios ayudaban con el marcado. Esta actividad se repetía en las otras propiedades en diferentes lugares. Al finalizar el sorteo de terrenos para cada hermano y terminar la asignación de cada árbol a cada uno de ellos, todos se sentían satisfechos y disfrutaban de un almuerzo con todos los ayudantes.
María no podía comprarle a Juan lo solicitado, sus hermanas, dueñas de varias cabezas de ganado prometieron concederle uno cuando naciera, para que no siguiera “jodiendo” con la cantaleta del “quiero un carnerito”. Juan tomaba con desconfianza la promesa, conocía bien a las tías abuelas, eran más duras que muñeco de torta.
Juan tuvo un sueño la noche anterior al regreso. Soñó que al pasar por una chacra camino de regreso a la ciudad, encontró un carnero pequeño, que balaba triste. Tan real fue que se despertó y corrió a contarle a su abuela. Al regreso los tíos Isidoro y Manuel se adelantaban, con seguridad para conversar de lo bien que les había ido en su viajecito de vacaciones y dejaban a las hermanas que retornaran con tranquilidad una hora después.
Juan, su abuela y las hermanas de ella, se desplazaban conversando, retornaban a la ciudad con la satisfacción de haber logrado su cometido, aunque se quejaban de lo injusto que era Manuel en el reparto de las tierras, los dos varones se habían asignado las mejores, cono todos los años y de pasada se había “sorteado” los mejores árboles, los más robustos para venderlos, mientras a las mujeres les tocaba los más escuálidos.
Faltaban aproximadamente tres kilómetros para llegar a la ciudad, estaban atravesando unos terrenos de siembra, que tenía los últimos residuos de la cosecha de trigo y cebada, de pronto Juan Francisco escucha el balido de una oveja madre y la respuesta de un pequeño, vio que la manada se alejaba con el pastor.
Juan Francisco, volteó en dirección del sonido y observó que entre los matorrales y restos de la pajilla del trigo y cebada, a duras penas trataba de incorporarse un carnero recién nacido, miró a todos lados y no había nadie cerca, entusiasmado y emocionado corrió y levantó en sus brazos a un animalito desvalido que llamaba a su madre y esta lo había abandonado.
Su sueño se hizo realidad y lloró de emoción junto a su abuela y hermanas que lo miraban abrumadas. Al llegar a la ciudad, ya en casa se dedicó a criarlo con gran esmero y dedicación. Pasó el tiempo y en diciembre de ese año, Juan Francisco se trasladó a Lima para estudiar, dejó desarrollado a su carnero al cuidado de su abuela.
En agosto del siguiente año, una tarde que regresó del colegio a almorzar, en la casa le sirvieron un exquisito plato, cuando preguntó qué era las tías le contestaron, es tu carnerito. Él se puso triste, recordó las circunstancias de su encuentro y su crianza, los momentos de la triste despedida al dejarlo al cuidado de su abuela; más luego todo pasó como una película, como pasan las vivencias buenas de un niño. Solo quedó en sus recuerdos.
Tenía 10 años, era un niño muy inquieto, vivía con su abuela en una casona inmensa. En el patio, bordeado de un jardín de magnolias, mastuerzos y cartuchos, jugaba futbol con sus amigos, en ese inmenso campo se divertía y compartía los ratos de alegría y bullicio propios de su edad.
Pero, su vida no estaba completa, había algo que lo inquietaba, su sueño más caro era poseer una oveja pequeña. Este deseo dominaba su quehacer y pensamiento diario. Hasta en el colegio se distraía muchas veces, sus compañeros se burlaban de sus deseos.
En toda conversación siempre aludía la posibilidad de que su abuela le comprara una, la abuela solo atinaba a escucharlo, no decía nada, además no disponía de dinero. Algunas tardes sentado frente al jardín de su casa, su mirada se perdía muy lejos, viajaba a través de los campos roturados, llegaba detrás de los cerros que circundaban la ciudad.
Soñaba que ya era dueño de una oveja, macho y pequeño, al que cuidaba con mucho esmero y dedicación, luego lo veía grande y fuerte. Volvía a la realidad reprendido por su falta de atención en clases, es que su imaginación fluía en las alas de su pretensión más querida.
En agosto, llegaban de Lima los hermanos de su abuela, Isidoro y Manuel. A la estación del ferrocarril, iba la carreta del “lorito” Zorrilla para trasladar las pesadas maletas, las cajas, regalos y otras sorpresas. Los tíos abuelos llegaban con su pletórico modernismo limeño, sus paraguas inservibles en la estación ausente de lluvias, su pipa sin tabaco; pero, ellos parecían haber olvidado las costumbres y el clima de su vieja provincia.
Ya en la casona antigua en plena ciudad, se unían con sus tres hermanas Carmen, Rosa y María la abuela de Juan Francisco, ellas los recibían con el afecto de siempre y juntos se sentaban para conversar sobre las novedades en la capital. En la vieja sala de la antigua casona de sus padres, los hermanos conversaban sobre sus experiencias, bajo la mirada de una gran fotografía de sus padres los bisabuelos de Juan Francisco.
En esa antigua vivienda sin alumbrado se reunían para el reencuentro anual, los de Lima y las que quedaron en Jauja. El patio oscuro como madriguera de lobos, por las noches parecía habitada, recorrida y adornada por la presencia de figuras fantasmagóricas y cuyo tamaño se agrandaba al cruzar el patio principal. Juan con temor pasaba rápido, desoyendo el silbido de los habitantes de la oscuridad. Se narraban muchos hechos luctuosos acaecidos durante la guerra con Chile.
Mientras los tíos abuelos, se sentaban alrededor de la larga mesa de madera en la cocina para la cena, disfrutar del mate de coca, toronjil, manzanilla o cedrón y superar el soroche, que a todo visitante afectaba al llegar a la provincia más famosa del Perú, Juan Francisco los observaba con meticulosidad, con atención y esperaba algún regalo, nada de nada al final.
Es que en Jauja famosa por su clima y buena comida, se curaban de la TBC, muchos enfermos que llegaban de la Costa, llegaron muchas familias limeñas de abolengo, se curaron y se quedaron, otros regresaron a su infaltable e inolvidable Lima.
En esa reunión se tomaban acuerdos sobre las actividades a realizar con los terrenos de cultivo, la granja, el censo de los eucaliptos y el reparto de las tierras mediante un sorteo imaginario, en el que la parte más gorda de los premios casi siempre se la llevaban los “limeños”. Grandes ventajistas.
De nada les sirvió no pudieron llevarse al más allá, algunas de “sus” propiedades, los terrenos de cultivo regresarán a la comunidad campesina, porque no pueden venderse, solo pueden pasar de padres a hijos. Sus hijos nunca quisieron regresar para hacerlas producir, triste final a la ambición desmedida y ventajista.
Al día siguiente, iniciaban la caminata de ocho kilómetros, por un camino sinuoso bordeado por tierras de sembrío, lleno de árboles de eucalipto. Llegaban a la casa hacienda, cerca a la laguna de Paca. Una construcción vieja cuyas paredes de adobe extrañaban tiempos mejores, los recibía una delegación de operarios que se encargaban del cuidado de las chacras, los animales y la casa.
Ese día lo dedicaban a descansar y planear, alumbrados por la mortecina luz de unas velas, que se repetía todas las noches que permanecían. Las actividades de marcado, pintado y sorteo de chacras para el año siguiente.
Con el canto del gallo giro, todos se levantaban, luego del aseo y de un buen desayuno con leche fresca, partían a la primera chacra, la más alejada, realizaban todo lo planeado, además asignaban al quinteo a cada hermano, en un orden, número y color arbitrario, que Pablo el más ventajista les asignaba.
Los operarios ayudaban con el marcado. Esta actividad se repetía en las otras propiedades en diferentes lugares. Al finalizar el sorteo de terrenos para cada hermano y terminar la asignación de cada árbol a cada uno de ellos, todos se sentían satisfechos y disfrutaban de un almuerzo con todos los ayudantes.
María no podía comprarle a Juan lo solicitado, sus hermanas, dueñas de varias cabezas de ganado prometieron concederle uno cuando naciera, para que no siguiera “jodiendo” con la cantaleta del “quiero un carnerito”. Juan tomaba con desconfianza la promesa, conocía bien a las tías abuelas, eran más duras que muñeco de torta.
Juan tuvo un sueño la noche anterior al regreso. Soñó que al pasar por una chacra camino de regreso a la ciudad, encontró un carnero pequeño, que balaba triste. Tan real fue que se despertó y corrió a contarle a su abuela. Al regreso los tíos Isidoro y Manuel se adelantaban, con seguridad para conversar de lo bien que les había ido en su viajecito de vacaciones y dejaban a las hermanas que retornaran con tranquilidad una hora después.
Juan, su abuela y las hermanas de ella, se desplazaban conversando, retornaban a la ciudad con la satisfacción de haber logrado su cometido, aunque se quejaban de lo injusto que era Manuel en el reparto de las tierras, los dos varones se habían asignado las mejores, cono todos los años y de pasada se había “sorteado” los mejores árboles, los más robustos para venderlos, mientras a las mujeres les tocaba los más escuálidos.
Faltaban aproximadamente tres kilómetros para llegar a la ciudad, estaban atravesando unos terrenos de siembra, que tenía los últimos residuos de la cosecha de trigo y cebada, de pronto Juan Francisco escucha el balido de una oveja madre y la respuesta de un pequeño, vio que la manada se alejaba con el pastor.
Juan Francisco, volteó en dirección del sonido y observó que entre los matorrales y restos de la pajilla del trigo y cebada, a duras penas trataba de incorporarse un carnero recién nacido, miró a todos lados y no había nadie cerca, entusiasmado y emocionado corrió y levantó en sus brazos a un animalito desvalido que llamaba a su madre y esta lo había abandonado.
Su sueño se hizo realidad y lloró de emoción junto a su abuela y hermanas que lo miraban abrumadas. Al llegar a la ciudad, ya en casa se dedicó a criarlo con gran esmero y dedicación. Pasó el tiempo y en diciembre de ese año, Juan Francisco se trasladó a Lima para estudiar, dejó desarrollado a su carnero al cuidado de su abuela.
En agosto del siguiente año, una tarde que regresó del colegio a almorzar, en la casa le sirvieron un exquisito plato, cuando preguntó qué era las tías le contestaron, es tu carnerito. Él se puso triste, recordó las circunstancias de su encuentro y su crianza, los momentos de la triste despedida al dejarlo al cuidado de su abuela; más luego todo pasó como una película, como pasan las vivencias buenas de un niño. Solo quedó en sus recuerdos.
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