SENSACIONES

SENSACIONES
Nuestras sensaciones más íntimas...

lunes, 25 de octubre de 2010

El Prestamista.

Eran las nueve de la noche y Manolo Hartica regresaba de su diaria rutina del Club Grau, en la tórrida ciudad de Piura, después de haber jugado y cenado. En el camino lo abordó una chica joven muy guapa y le dijo que lo estaba esperando para un préstamo. Él vio el material joven y sonrió, la invitó a su departamento. Llegaron juntos e ingresaron a la casa, en el interior ella le propuso pasar una noche de amor a cambio de la cuota inicial del préstamo, Manolo aceptó la propuesta y la condujo al dormitorio. Él ansioso procedió a quitarse la ropa y levantó las sabanas.

En ese momento tocaron la puerta del departamento y la fémina le dijo que era su prima, quien estaba esperando, le rogó para hacerla pasar y esperara en la salita, este aceptó. La chica salió, abrió la puerta y en lugar de ingresar la prima apareció un moreno fornido, quien de frente lo cuadró, Hartica atinó a salir rápido del dormitorio, pero, entre los dos lo agarraron en el patio y cuando lo estaban cogoteando, sintieron los ladridos de la Thatcher y los pasos de la familia Ramos, que vivían en el segundo piso, ambos delincuentes huyeron rápidamente del lugar.

Semanas antes y un día cualquiera Manuel Hartica caminaba lentamente por la avenida Sánchez Cerro en Piura, era febrero y los termómetros marcaban 34° C, el calor abrazador del mediodía agitaba su respiración y una vieja enfermedad en las piernas lo tenía casi a punto de retirarlo de las calles y vivir de su magra pensión, en el departamento alquilado en la calle Moquegua en Piura, gratificación atesorada después de 35 años de servicios al Estado como Técnico en la Fuerza Aérea.

Al voltear la esquina y enfilar para su departamento, vio lo que estaba acostumbrado a ver todos los días de Dios, una retahíla de jóvenes mujeres haciendo cola y esperándolo para pedir un préstamo o pagar una cuota mensual. Hartica era prestamista y vivía de los intereses que obtenía. Eran jóvenes, sus edades fluctuaban entre los 18 y 25, la mayoría trabajaba en los diferentes comercios de la ciudad y los sueldos no les alcanzaban y acudían a Don Manolo, como era conocido en el barrio, quien las salvaba de sus necesidades muy apremiantes.

En el segundo piso de la casa que habitaba Hartica vivía la familia Ramos-Rodríguez del Valle estaba conformada por cinco miembros los padres y dos hijos varones y una mujercita, los tres estudiantes secundarios.

Esta familia tenía una perra llamada Thatcher, como la primera ministra de Gran Bretaña de los años ochenta del siglo pasado, de raza Doberman. El padre salía siempre a correr muy temprano por la ciudad acompañado de su mascota, que infundía temor en los pocos transeúntes que a esa hora se desplazaban y sus congéneres. Thatcher ocupaba la azotea de la casa y tenía su propia vivienda que la guarecía del tórrido clima piurano

La vida en la ciudad de los algarrobos transcurría de manera monótona por el calor. Casi todos los negocios cerraban entre la 1 y las 4 pm. La llamaban la “hora del burro” todos hacían la siesta entre estas horas y era muy difícil encontrar personas caminando a estas horas por la ciudad.

Entre esas horas Hartica tampoco atendía, porque a esas horas él se encontraba necesariamente con Morfeo y dormía plácidamente, hasta las cuatro de la tarde en que abría el negocio y encontraba a las jovencitas que le hacían guardia y velaban sus sueños. Cobrar o prestar esa era su vida diaria, anotar en su registro y chequear a las morosas a quienes no volvía a prestar nunca más, claro, perdía el resto de la deuda, así era él.

Luego a partir de las 6 pm, cerraba el negocio y se dirigía a tomar el fresco en el parque infantil, allí se sentaba en un banco y observaba con detenimiento los paseos de los enamorados, los pasos apresurados de los transeúntes, los vendedores ambulantes o acudía a los negocios establecidos en el parque, en los que vendían cremoladas, dulces y comida.

Casi siempre se detenía en la cafetería de su amiga Martha una morena de Morropón que lo traía loco, tenía unas curvas de guitarra y un rostro singular, pero para Hartica pese a su edad, todo hueco era una trinchera y ante la falta de un buen pan podía cambiar por una sabrosa torta. Ella no aflojaba, hacía varios años que se conocían y él le había hecho un préstamo fuerte para abrir el negocio, en compensación ella había tenido sus cositas con Hartica, hasta que lo sorprendió con una jovencita en amena acción amatoria y allí se quebró este romance.

A las siete de la noche invariablemente prendía su cigarrito, era el único que fumaba en el día. Había sido un fumador empedernido, casi una cajetilla diaria, hacía diez años que había dejado este vicio. Luego, caminando cruzaba la Avenida Grau y se dirigía al Club del mismo nombre a jugar ajedrez y cenar, allí se reunía con sus amigos y socios, todos lo conocían por prestamista y porque era más duro que “puño de trapecista” no gastaba más de lo debido, así y todo sus amigos lo aceptaban, porque más de una vez los había auxiliado económicamente, a las nueve se retiraba invariablemente y tomaba las de Villadiego, llegaba a su departamento ponía el seguro y hasta el día siguiente.

Una noche, casi a las nueve y treinta, uno de los hijos menores de la familia Ramos-Rodríguez del Valle, llegó asustado al dormitorio de sus padres y les dijo que alguien en el primer piso se ahogaba. La perra Thatcher ladraba insistentemente en la azotea, el hijo mayor trajo a la Thatcher y pudo observar que en el patio del primer piso, que un moreno fornido tenía agarrado del cuello al señor Hartica y lo ahogaba, al lado una mujer ayudaba. Los delincuentes al sentir los ladridos de la perra, abandonaron la casa y se perdieron en las calles poco iluminadas de la ciudad.

Una llamada de emergencia hizo que la policía se hiciera presente, cosa inusual en el barrio, porque los vecinos salieron alarmados por la presencia de dos patrulleros, los efectivos policiales se llevaron a Manuel Hartica a la comisaría para sus declaraciones.

Una cruz en el alma.

En el populoso distrito de la Victoria en Lima, Perú, entre el jirón Sáenz Peña y la avenida Manco Capac, está situada la calle Londres, ¡Qué tal nombre! cuadras primera y segunda, las casas despintadas y llenas de ese humo negro que deja el dióxido de carbono (CO2), la contaminación también causa estragos en esta zona, debido a la cantidad de vehículos que circula por sus calles.

En estas calles olvidadas por las autoridades y contaminadas por el dióxido de carbono, están la mayoría de talleres de frenos, son negocios informales que no pagan impuestos. No solo eso, sino que debido a la falta de espacios en sus “talleres” y a una regulación municipal, invaden las calles que las utilizan como tales.

Los vecinos ya se acostumbraron, son más de treinta años que funciona de esta manera. Ninguna autoridad municipal, ni policial van para realizar sus rondas. Tienen nombres diversos, sacados del ingenio, la imaginación y creatividad popular: frenos “Bigote”, el Piurano, Freddy, las Zapatas, el chileno, López, el Servofreno y muchos otros que se alejan del recuerdo.

Los trabajadores son de extracción popular, chinos, cholos y negros se dan la mano, se conocen mucho tiempo y bromean entre ellos. Los hay de todo orden, los que salieron de los penales, aquellos desocupados permanentes, los que se cachuelean ayudando aquí y allá, los jaladores que se apostan en la avenida Manco Capac para captar clientes y llevarlos al “taller”.

A estos lugares acuden un sinnúmero de vehículos, los numerosos Tico´s las camionetas Station Wagon. Llegan directamente, son clientes conocidos, los atienden rápidamente, cambio de pastillas y zapatas posteriores. Los repuestos están preparados los reemplazan rápidamente. Con los clientes particulares se toman su tiempo, miden las horas y en algunos casos se exceden, con la molestia de los usuarios.

Entre fierros, herramientas, paneles publicitarios y propagandísticos en las casas aledañas, se desplaza Vito Aliaga en su taller-casa, según confiesa -tiene sesenta años-, su rostro denota una vida de contratiempos. En su local hay un remedo de lo que en tiempos pretéritos fue una sala, sus paredes llenas de afiches, almanaques, entre ellos la fotografía de un soldado paracaidista, abajo una leyenda borrosa decía Batallón de Paracaidistas N° 39 y el año 1988. Es la oficina de Vito, despacha en su viejo escritorio, lleno de papeles y al lado un anaquel mediano con repuestos para frenos.

Un comedor con cuatro sillas mal colocadas y una mesa que derrochó sus mejores años hace tiempo, más atrás la cocina pequeña, un patio risible y al lado los servicios higiénicos, que como en todos estos lugares, son los más sucios y descuidados. Hace falta la mano de una mujer.

Vito no tiene mucho entusiasmo por seguir luchando y tiene sus razones, trabaja por inercia y porque tiene que hacerlo, tiene muchas deudas, la principal una deuda con sí mismo. Es muy reservado hoy amaneció con un aliento de alcohol barato, la juerga estuvo muy buena, no recuerda si durmió, solo que la pasó rebien. Aparenta más edad de la que confiesa y dice que en cualquier momento se va de este mundo, lleva trabajando casi cuarenta años en el oficio y por lo que se ve no es mucho lo que ha conseguido.

Con él vivía su hermano menor Jorge, quien cumplió dieciocho años el año 88. En el barrio vivía un amigo de infancia de Jorge, Alfonso quien lo animó para presentarse al servicio militar, porque ambos querían ser paracaidistas. Los hermanos Pimentes dos fornidos paracaidistas eran el ejemplo en el barrio y pronto se licenciarían del servicio militar, ellos aprendieron otros oficios: como choferes, auxiliares de enfermería y ayudantes de mecánico. Con ese entusiasmo juvenil ambos se veían con sus uniformes de soldados paracaidistas y cumpliendo con su patria.

Jorge comunicó su deseo de hacer servicio militar en Las Palmas se lo dijo a su hermana y cuñada, pese a que ambos se opusieron, al final tuvieron que aceptar porque Jorge estaba muy. Atrás quedaría las palabras de su cuñada Hilda-deberías pensar en ingresar a una universidad o instituto y estudiar una carrera- él no le hizo caso, ya estaba decidido.

Un par de cervezas al mediodía fueron el pretexto que faltaba para que Don Vito hablara, sobre aquello que le pesaba en el alma y era una cruz muy grande en su vida. Cuando murieron sus padres les prometió cuidar a su hermano menor y hacerlo un hombre de bien. El hermano se fue a cumplir su servicio militar a un batallón de paracaidistas, Vito lo fue a visitar los domingos durante el tiempo de la reclutada que pasó rápido y luego el curso de paracaidismo básico, los cinco saltos reglamentario del avión y recibir su codiciada ala de paracaidista, él estuvo presente en esa ceremonia, con un gran orgullo por su hermano menor, lo recordaba como si fuera ayer.

Luego de un tiempo Jorge sería destacado con un batallón contrasubversivo en Cangallo, una zona caliente muy movida, con muchos enfrentamientos con los subversivos de Sendero Luminoso. Pronto ascendió al grado de sargento 2do y era jefe de una patrulla. Un día su patrulla sufrió una emboscada cuando se desplazaban llevando víveres en un camión a la Base, solo quedó un herido, quien se salvó de esa masacre.

Don Vito recuerda el día en que una comisión de fuerzas especiales llegó a su casa y le comunicó que su hermano menor había fallecido en una emboscada. Luego vendrían los funerales, la condecoración y finalmente sus restos fueron enterrados en el cementerio El Ángel.

Después de expresar su pena rompió en un llanto interminable, todos se quedaron mudos, se explicaron las razones por las que Don Vito tenía en su rostro esa mueca de sufrimiento, no cumplió con su promesa a sus padres, finalmente quedó allí en la sala de su casa-oficina, enjugando sus lagrimas y con mil recuerdos de su hermano menor que entregó su vida heroicamente en un paraje andino, por la seguridad de todos los peruanos.