El Mollete es un pan serrano casi dulcete, pálido de color, parecido al bollo sin miga; pero, tenía un gran sabor y esa dulcísima capacidad de lograr en todos, chicos al fin, esa paz interior luego de mitigar el hambre, compañera de infortunios y pobrezas, de sueños y pesadillas, que comíamos con fruición después de los partidos de fulbito en el enorme patio de la casa de los abuelos.
Ayudar de una manera desinteresada para apagar de golpe esa ansia de muchos días, que la mayoría del grupo de amigos sentía, guardado o, en espera, era hasta cierto punto comprensible para Jorge, así acudían a su mente recuerdos de momentos estelares, se veía trepando por la ventana posterior de la cocina, que previamente dejaba sin el pestillo después de almorzar. Para invitar unos panes sus patas.
Así, ante ellos, buscaba pasar como un héroe, un pequeño ladrón que “robaba” la bolsa de pan, para invitar a los amigos, aprovechando que su madre practicaba delicadamente la siesta. Muchas tardes se veía buscando sigilosamente en la alacena de la cocina, la bolsa de pan y compartiendo con todos por un momento, riendo, gozando y pensando que ella no se percataba, qué inocente es la niñez.
Sentía un no se qué, al mirarlos de soslayo, con disimulo, miraba en sus rostros ese deseo lánguido, aprisionando con seguridad sus entrañas, incontables veces estrujando los intestinos, marcando con muescas imaginarias la corteza del apetito que se atornillaba, con evidencia en la boca de sus estómagos.
Pero "Mollete" a secas, era el sobrenombre de Carlos, han pasado los años y el apellido aunque no viene al caso, no regresa a mi mente. Su padre era sastre de profesión, o de oficio, o quizás no encontró otra tarea que realizar para sobrevivir, era un tipo regordete, menudo, trigueño, pelo y bigotes negros, se peinaba con raya al costado.
Decían que era un buen sastre, que confeccionaba buenos pantalones y ternos, los clientes iban a buscarlo, otros preferían no acercarse, decían que les malogró una prenda, lo cierto es que se corrían porque no querían pagar el trabajo. Sus hijos, incluido Carlos, todos eran blancos, cuando Jorge iba a buscar a “mollete”, saludaba y observaba al papá en su trabajo habitual de cada día, ganándose el sustento para su numerosa familia, además de pobre, era aplicado en el amor.
Muchos días, de varias semanas en que por razones de juego buscó a Carlos, para salir a caminar por las calles desiertas de la ciudad, siempre encontraba a su padre trabajando, planchando la ropa, con esa plancha que en la punta tenía un gallito y se calentaba al carbón, no existía la plancha eléctrica, era una invención que llegaría después de varios años.
Su madre una señora delgada, blancona de pelo rubio desteñido, desgreñada, de cuerpo pequeño y casi indolente consigo misma, lo recibía amablemente, pero Jorge curiosamente intentaba descubrir lo que, en ese momento pensaba de él y por qué venía a interrumpir las labores de la casa tan temprano. Tenían tres hijas, menores que Mollete, muy niñas, que iban al colegio y él se encargaba de llevarlas y cuidarlas, de igual manera cuando sus padres salían al mercado o a la misa, que eran las únicas veces que los veía juntos.
De la sastrería a la plaza de armas del pueblo, escasamente hay tres cuadras, en subida, como toda ciudad andina, todos los días religiosamente a las 6:30 pm, el padre de mollete, enfundado en su terno, su camisa blanca sin corbata, impecablemente peinado con gomina, salía de su casa, caminaba parsimoniosamente hasta la esquina, miraba hacia uno y otro lado.
Luego de varios minutos de indecisión, de intercambio de saludos con las personas, que a esa hora se desplazaban hacia la Plaza de Armas, o en dirección al Chifa o, al Cine, él se tomaba su tiempo, parecía medir sus movimientos, luego emprendía su largo caminar hacia la plaza, con su andar parsimonioso, asentando sus pasos en la vereda, como queriendo dejar las marcas de sus huellas.
Saludaba a todas las personas con quienes se cruzaba en su camino, se trataba de hombres y mujeres que alguna vez habían solicitado sus servicios; algunas veces encontraba a Jorge en su camino y le pasaba la voz -ve a estudiar le decía, qué haces en la calle, no pierdas el tiempo, cuando seas grande te vas arrepentir-, miraba de reojo y seguía su camino.
Otras veces ingresaba en el almacén del señor Bonifás, que era el más surtido y grande de la ciudad, solo para contemplar las nuevas planchas a carbón que habían llegado, las agarraba, las levantaba hasta la altura de sus ojos, las observaba plácidamente, por momentos cerraba sus ojos, como si estuviera soñando, cuando escuchaba el precio, despertaba de su sueño, dejaba la mercancía y salía nuevamente a la calle, silbando para disimular sus deseos, continuaba con su caminar, meditabundo, cómo saber lo que su mente cargaba.
Diariamente compraba en el puesto del señor Rodrigo, ese era su nombre, su periódico preferido, la Última Hora que llegaba de Lima a esa hora, leía con mucho interés las noticias sentado en un banco de la plaza, fumando su cigarrillo Inca, siempre comenzaba por la parte deportiva, le gustaba apostar a los caballos, miraba con interés el resultado de las carreras, era usual su reacción, casi siempre lanzaba una imprecación difícil de reproducir.
La mayoría de veces luego de leer ligeramente el diario, se dirigía al cine Colonial, saludaba al señor Matías, encargado de recibir los boletos en platea alta, le hacía una seña convenida, ellos tenían negocios, intercambiaban servicios, por un lado, hechura o planchado de pantalones a precios módicos y por el otro ingreso al cine gratis, una ganga en que ambos resultaban ganando.
Al termino de la película recogía sus pasos por el mismo itinerario, pero en la esquina de la plaza se detenía en el puesto de Jovita, la vendedora de anticuchos y picarones, allí comía sin miramientos un par de palitos con su papa dorada y el infaltable ají, siempre a cuenta de los trabajitos y cuando no, debía pagar al contado.
Después de saborear con voraz apetito y satisfacer su hambre, regresaba a su casa, donde lo esperaba su mujer y sus hijos, que quizás esa noche no habían tenido qué comer, ni ella, ni sus vástagos, así era la vida rutinaria del papá de Mollete.
Ayudar de una manera desinteresada para apagar de golpe esa ansia de muchos días, que la mayoría del grupo de amigos sentía, guardado o, en espera, era hasta cierto punto comprensible para Jorge, así acudían a su mente recuerdos de momentos estelares, se veía trepando por la ventana posterior de la cocina, que previamente dejaba sin el pestillo después de almorzar. Para invitar unos panes sus patas.
Así, ante ellos, buscaba pasar como un héroe, un pequeño ladrón que “robaba” la bolsa de pan, para invitar a los amigos, aprovechando que su madre practicaba delicadamente la siesta. Muchas tardes se veía buscando sigilosamente en la alacena de la cocina, la bolsa de pan y compartiendo con todos por un momento, riendo, gozando y pensando que ella no se percataba, qué inocente es la niñez.
Sentía un no se qué, al mirarlos de soslayo, con disimulo, miraba en sus rostros ese deseo lánguido, aprisionando con seguridad sus entrañas, incontables veces estrujando los intestinos, marcando con muescas imaginarias la corteza del apetito que se atornillaba, con evidencia en la boca de sus estómagos.
Pero "Mollete" a secas, era el sobrenombre de Carlos, han pasado los años y el apellido aunque no viene al caso, no regresa a mi mente. Su padre era sastre de profesión, o de oficio, o quizás no encontró otra tarea que realizar para sobrevivir, era un tipo regordete, menudo, trigueño, pelo y bigotes negros, se peinaba con raya al costado.
Decían que era un buen sastre, que confeccionaba buenos pantalones y ternos, los clientes iban a buscarlo, otros preferían no acercarse, decían que les malogró una prenda, lo cierto es que se corrían porque no querían pagar el trabajo. Sus hijos, incluido Carlos, todos eran blancos, cuando Jorge iba a buscar a “mollete”, saludaba y observaba al papá en su trabajo habitual de cada día, ganándose el sustento para su numerosa familia, además de pobre, era aplicado en el amor.
Muchos días, de varias semanas en que por razones de juego buscó a Carlos, para salir a caminar por las calles desiertas de la ciudad, siempre encontraba a su padre trabajando, planchando la ropa, con esa plancha que en la punta tenía un gallito y se calentaba al carbón, no existía la plancha eléctrica, era una invención que llegaría después de varios años.
Su madre una señora delgada, blancona de pelo rubio desteñido, desgreñada, de cuerpo pequeño y casi indolente consigo misma, lo recibía amablemente, pero Jorge curiosamente intentaba descubrir lo que, en ese momento pensaba de él y por qué venía a interrumpir las labores de la casa tan temprano. Tenían tres hijas, menores que Mollete, muy niñas, que iban al colegio y él se encargaba de llevarlas y cuidarlas, de igual manera cuando sus padres salían al mercado o a la misa, que eran las únicas veces que los veía juntos.
De la sastrería a la plaza de armas del pueblo, escasamente hay tres cuadras, en subida, como toda ciudad andina, todos los días religiosamente a las 6:30 pm, el padre de mollete, enfundado en su terno, su camisa blanca sin corbata, impecablemente peinado con gomina, salía de su casa, caminaba parsimoniosamente hasta la esquina, miraba hacia uno y otro lado.
Luego de varios minutos de indecisión, de intercambio de saludos con las personas, que a esa hora se desplazaban hacia la Plaza de Armas, o en dirección al Chifa o, al Cine, él se tomaba su tiempo, parecía medir sus movimientos, luego emprendía su largo caminar hacia la plaza, con su andar parsimonioso, asentando sus pasos en la vereda, como queriendo dejar las marcas de sus huellas.
Saludaba a todas las personas con quienes se cruzaba en su camino, se trataba de hombres y mujeres que alguna vez habían solicitado sus servicios; algunas veces encontraba a Jorge en su camino y le pasaba la voz -ve a estudiar le decía, qué haces en la calle, no pierdas el tiempo, cuando seas grande te vas arrepentir-, miraba de reojo y seguía su camino.
Otras veces ingresaba en el almacén del señor Bonifás, que era el más surtido y grande de la ciudad, solo para contemplar las nuevas planchas a carbón que habían llegado, las agarraba, las levantaba hasta la altura de sus ojos, las observaba plácidamente, por momentos cerraba sus ojos, como si estuviera soñando, cuando escuchaba el precio, despertaba de su sueño, dejaba la mercancía y salía nuevamente a la calle, silbando para disimular sus deseos, continuaba con su caminar, meditabundo, cómo saber lo que su mente cargaba.
Diariamente compraba en el puesto del señor Rodrigo, ese era su nombre, su periódico preferido, la Última Hora que llegaba de Lima a esa hora, leía con mucho interés las noticias sentado en un banco de la plaza, fumando su cigarrillo Inca, siempre comenzaba por la parte deportiva, le gustaba apostar a los caballos, miraba con interés el resultado de las carreras, era usual su reacción, casi siempre lanzaba una imprecación difícil de reproducir.
La mayoría de veces luego de leer ligeramente el diario, se dirigía al cine Colonial, saludaba al señor Matías, encargado de recibir los boletos en platea alta, le hacía una seña convenida, ellos tenían negocios, intercambiaban servicios, por un lado, hechura o planchado de pantalones a precios módicos y por el otro ingreso al cine gratis, una ganga en que ambos resultaban ganando.
Al termino de la película recogía sus pasos por el mismo itinerario, pero en la esquina de la plaza se detenía en el puesto de Jovita, la vendedora de anticuchos y picarones, allí comía sin miramientos un par de palitos con su papa dorada y el infaltable ají, siempre a cuenta de los trabajitos y cuando no, debía pagar al contado.
Después de saborear con voraz apetito y satisfacer su hambre, regresaba a su casa, donde lo esperaba su mujer y sus hijos, que quizás esa noche no habían tenido qué comer, ni ella, ni sus vástagos, así era la vida rutinaria del papá de Mollete.
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