SENSACIONES

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Nuestras sensaciones más íntimas...

domingo, 16 de noviembre de 2014

El abuelo Antonio.


Era Abril de 1949  y la ciudad despertaba del largo letargo friolento de la noche. Abril, mes de la constelación Aries y del dios Marte o Ares, sus mañanas iluminaban la pequeña ciudad andina, eran radiantes y frías. Un sol luminoso, bajo el manto de un cielo azul intenso que llenaba de alegría y magia el espíritu de los pobladores.

El frío mañanero era penetrante se sentía en los huesos, se observaba en las bocanadas de vapor que salían de las bocas de las personas, es que pese al brillo del sol abriendo por el Este, sus rayos a esa hora llegaban débilmente, casi como una suave caricia y las personas buscaban abrigarse con prendas gruesas para protegerse de las inclemencias de la naturaleza, por lo menos las primeras horas del día.

Con seguridad al mediodía tendrían que desprenderse de esas prendas gruesas, porque el sol calentaba con fuerza y es que, a esa hora, toda la población estaba en actividad intensa, casi febril, por todos lados de la pequeña ciudad había movimientos de personas, atendían los numerosos negocios abiertos, para atender a los vecinos y las personas realizaban sus actividades de todo tipo.

Esa mañana fría, como todos los días Antonio Bonifas se levantó muy temprano casi con el crespúsculo náutico matutino, esos minutos que nos regalaban las madrugadas entre la claridad del amanecer y el orto del sol, llamó a su esposa Helena y la empleada María le respondió que había salido a comprar algunos artículos a la tienda de Don Joaquín Tomashiro con la niña Rosa, quien tenía 25 años.

Helena desde hacía 15 días acompañada de Rosa y de manera subrepticia salían de casa llevando algunas prendas y también artículos de primera necesidad, sin decir una palabra, las dos mujeres se dirigían con dirección, por el momento desconocida. Tampoco se sabía a quién iban a visitar todas las mañanas. Caminaban presurosas, de cuando en cuando volteaban la vista para observar si alguien las observaba, pero constataban que la calle por donde se desplazaban a esa hora estaba completamente vacía.

Solo las vendedoras de leche con  sus acémilas descansando, quienes se apoderaban de algunas esquinas de la ciudad, dominaban el panorama matutino. Llegaron a una puerta de madera color verde petróleo, tocaron, alguien les abrió los goznes chirriaban y desaparecieron en su interior y esperaron en el zaguán antiguo, posteriormente, atravesando un patio lleno de flores, ingresaron a un ambiente.

Antonio después del aseo personal, y afeitarse con su navaja de barbero, se dirigió a la cocina comedor donde lo esperaba un buen desayuno con panes calientes de su propia panadería, que funcionaba en un local frente a la casa, disfrutó, gozó como cada día, del desayuno con mucho deleite y salió agradeciendo, se puso el sacón de paño azul marino que lo acompañaba desde hacía cinco temporadas y el sombrero de fieltro heredado de su padre y salió al exterior, barrió con su mirada escrutadora ambos lados de la calle donde vivía, cuyo piso de tierra tenía las huellas húmedas del amanecer.

A media cuadra de distancia pudo divisar a su esposa Helena del Carmen acompañada por sus hija Rosa que se dirigían en dirección de la casa de su compadre Jorge Verástegui, pensativo se preguntó-adónde irá Helena a estas horas- prosiguió sus pasos que lo llevarían hacia el local de la panadería, cruzó la calzada de tierra, abrió la puerta chica del inmenso portón y sus articulaciones chirriaron, recordándole que pedían a gritos una lubricada de sus partes metálicas tan viejas, como la madera de pino del que estaba hecha.

Alargó sus pasos, cruzó el largo pasadizo, el eco de sus pisadas en el piso empedrado retumbó, miró la pileta cuyas gotas congeladas tenían formas caprichosas simulando una caída. Ingresó al interior del local donde funcionaba el horno de arcilla, donde trabajaba diariamente desde hacía veinticinco años y saludó a sus tres colaboradores con afecto, ellos estaban en febril actividad  sacando del horno los últimos latones con los panes calientes. Los primeros panes habían salido muy temprano para su distribución a las personas de toda condición, que esperaban ansiosos los panes calientes y sabrosos de la panadería Don Antonio, considerados una delicia y los mejores de la localidad.

Antonio permaneció en el horno hasta las 11 de la mañana y dio disposiciones a los trabajadores para preparar lo concerniente para la tarde. Salió a estirar las piernas, dirigió sus pasos a la calle Grau y subió la empinada pista de tierra, con paso lento pero seguro. Llegó a la Plaza de Armas, se persignó frente a la catedral, se encontró con Epifanio el vendedor de periódicos y revistas, intercambió saludos y recibió El Comercio del día anterior, así llegaban los diarios a provincias, le recordó que esa noche ensayaban, con su amigo Ambrosio, formaban el trio Gato Negro, ofrecían serenatas y amenizaban cumpleaños y matrimonios en la ciudad y los pueblos aledaños con mulisas y huaynos propios de la región. Antonio tocaba el violín como los dioses.

Prosiguió su paseo, visitó al boticario por una dolencia a la cadera que lo acompañaba varias semanas que se agudizaba por el frio, recibió el remedio pagó y se despidió con un apretón de manos, se cruzó con varias personas a quienes saludó formalmente entre hombres y mujeres que lo conocían, y eran sus clientes habituales, se dirigió al gran almacén de su compadre Victorio, en esta gran tienda se encontraba desde una aguja hasta una máquina de coser Singer a pedal y desde una harmónica  o rondín hasta instrumentos mayores de viento y cuerda, Victorio mostraba las últimas novedades traídas de la capital.  

Antonio siempre observaba con detenimiento un hermoso violín que se lucía en un escaparate, era de construcción francesa-cuánto deseaba adquirirlo- su situación económica no le permitía, pero para él con siete hijos que mantener era muy costoso, soñar no cuesta nada, volvía a preguntar nuevamente a su compadre por el precio y nuevamente movía la cabeza negativamente, su compadre entendió el mensaje, para otra oportunidad será, se despidió de Victorio y salió del almacén mejor abastecido de la ciudad y el sol en el cenit le recordó que debía regresar a la casa para almorzar, así que, alargó los pasos pese al dolor de la cadera y en menos de siete minutos ingresaba a su hogar, ya todos estaban esperando que llegara para sentarse en la gran mesa del comedor y como todos los días almorzar juntos, solo que, faltaba su esposa, que se demoraba en llegar.

Todos sus hijos lo miraban preocupados, porque conocían la firmeza de su carácter, también faltaba la mayor de las hijas y Antonio no se había percatado, hasta que preguntó por ella, adónde va su madre todos los días en la mañana acompañada de Rosa, a propósito dónde está Rosa. Ricardo el mayor de los hermanos le comentó que habían salido para visitar a una señora que había dado a luz, lo cual era cierto.

Todos en casa compartían un secreto que su querida madre les había pedido guardar, por lo que nadie se atrevía a delatar, hasta que, la menor de todas las hijas Elivia que tenía 15 años de edad y por la que Antonio tenía predilección por ser la menor, le dijo papá es que Pedro ha tenido un hijo con Antonia una chica del barrio. Pedro solo tenía 17 años y era un estudiante.

En esos instantes ingresaron Helena y Rosa, todos volvieron la mirada hacia su padre, luego miraron a su madre y hermana, las dos se quedaron paradas muy sorprendidas en la puerta, de inmediato Petronila se percató que Antonio Bonifás ya sabía el secreto que desde casi un mes guardaban celosos toda la familia, por no contrariar a su padre.

Al verlas ingresar y luego del saludo, entre enojado y gozoso por la noticia, les reprochó no haberle informado en su debido momento, lo que estaba sucediendo a su alrededor y mucho menos que no le dijeran, que el menor de sus hijos lo había hecho abuelo. Rápidamente olvidó la amargura y el mal momento, y de inmediato, preguntó por su nieto y dispuso que fueran a recogerlo junto con su madre. No faltaba más orden, salieron aligerando el paso la abuela Helena y Rosa, en menos de lo que canta un gallo ya estaban de regreso.

Así fue como Jorge Anselmo a sus escasos 36 días de nacido, ingresó en los brazos de su madre, por la puerta grande a la casa paterna, todos estaban reunidos en la sala de la casa, fue recibido con alegría y todo el amor que se le puede dispensar, a un recién nacido y nuevo integrante de la familia, la casa bullía de alegría y felicidad, las empleadas sonreían de alegría, entraban y salían después de ver a Jorgito. Toda la familia estaba muy emocionada al verlo entre pañales blancos y frazada colorida de lana, bien abrigado de pies a cabeza, ingresando a la casa ese día de Abril que nunca olvidaremos.

Algunas lágrimas furtivas se perdieron en los ojos del abuelo, la emoción lo embargó cuando por fin lo tuvo entre sus brazos, se percató de la fragilidad de ese cuerpito pequeño, indefenso, que necesitaba todo el amor y ayuda posible; lo acarició, lo besó y exclamó internamente cerrando los ojos para sí mismo –mi nieto querido-.

Desde ese día, cada mañana al levantarse Antonio y Helena, lo primero que hacían era ir a ver, cómo había amanecido su querido nieto, y así, el tiempo fue pasando, a veces rápido, a veces lento. Jorge creciendo, fortaleciendo sus piernas y brazos, alimentándose con la mejor leche y rodeado del cariño de sus padres, tíos y especialmente de su abuelos.


  

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