Fidel, un niño de
apenas 8 años, estaba ensimismado en sus sueños, parado frente a la ventana, abriendo las cortinas de
tul, mirando cómo la tarde se disipaba en el horizonte, perdiéndose entre cactus,
cerros y nubes rojizas, mientras sus últimos rayos solares se despedían de todos brillantemente
anaranjados, con un silencioso ¡hasta mañana! La población acostumbrada a
esta rutina, se quedaba a oscuras por breves momentos, hasta que Dionisio el electricista de la localidad, prendía el
grupo electrógeno que proveía de luz al pueblo.
Así, los
innumerables focos de casas, calles y plazas, se llenaban de energía lumínica
con una tenue luz mortecina que alumbraba apenas como una pavesa y los pequeños
comercios de telas, restaurantes, panaderías, bares, aguardiente y coca, y
tiendas de abarrotes, volvían a la vida, no sin asegurarse tener muy cerca una
lámpara, el famoso primus o la de kerosene que para el efecto daba lo mismo, porque
la energía se cortaba a las 12 pm todos los días y de allí para adelante, la
noche era larga, oscura, ladina, silenciosa y a merced de los malos instintos.
A partir de esa
hora se iniciaba la otra vida de la ciudad, hombres desplazándose con sus
linternas regresando a casa o saliendo de casa para visitas non santas. En
otras palabras todos los “gatos eran pardos” y se escondían donde menos uno se
imaginaba, en los grandes portones, la oscuridad era cómplice de los malos
deseos y apetencias mundanas, a su amparo se daban la mano la maldad y la
maledicencia, el encuentro de amantes que en el día solo se miraban de lejos
para no ser traicionados por sus deseos malsanos, la lujuria y el deseo que
trepaba de los pies a la entrepierna debían esperar la noche larga y
silenciosamente maliciosa.
Muchas veces la
lluvia nocturna que repiqueteaba en el techo de calamina hacía estragos en el
interior de mujeres y hombres al no encontrar a su pareja en la cama, hubo
noches que se escuchaba en la lejanía los pasos seguros y atrevidos de hombres
apresurados o los tacones altos de pisadas agiles de mujeres apresuradas que regresaban
a casa después de una gran noche, remojadas por la lluvia y el frio templando
los huesos.
Fidel estaba allí
frente al centenario escritorio de persiana modelo Bureau, de 18 cajones, cubierto
por una tapa de cuero repujado y un vidrio grueso con filo metálico que lo
protegía de las inclemencias del tiempo, el porta sellos en una esquina, la
botella de tinta vacía y la pluma vieja al costado junto al secante de rodillo,
viejos trastes, mudos testigos del trabajo concienzudo del abuelo, ¡ah el
abuelo!
Lo extrañaba a
cantaros, tanto que se llenaban sus ojos de una gran nostalgia y el alma de
dolor y tristeza. Se sentó en la silla giratoria de caoba que había pasado sus
mejores años, hoy rechinaba al girar bajo el peso del niño, tantos recuerdos le
traía ese recinto, el abuelo ausente, el padre lejano y la madre entrañable que
había abandonado el hogar hace muchas lunas, por razones que ella solo conocía.
La abuela
Mercedes en la cocina preparando la cena, eran solo dos, la abuela y él que
cada día compartían los alimentos a una hora exacta, ya faltaba cuarentaicinco
minutos para la cena, qué sorpresa le tendría su querida abuela, cómo amaba a
su abuela, era un amor blanco, puro, de hijo a una madre.
Mientras se mecía
en circulo sobre la silla, él trataba de encontrar respuestas a sus pequeñas
inquietudes, tenía pocas, eran suficiente para su tierna edad, sin embargo,
había entre las principales que cada tarde y parte de la noche le daban vuelta
en su pequeña testa: dónde estaba su madre, por qué se fue, cuándo volvería,
estaba lejos de él, por qué la abuela no quería responder a sus preguntas.
Luego observaba la
pequeña sala como todas sus nostálgicas noches, la recorría con su mirada
escrutadora, paseándola a su anchas entre el espejo, el portasombreros, el arco
y las flechas que el abuelo alguna vez trajo de Satipo en 1945, la mecedora, los
santos y sus pequeños altares, las velas apagadas y él mirando de hito en hito,
el viejo cuadro con la fotografía del abuelo Atanasio bien al terno oscuro posando
con su viejo violín en el brazo y la mirada hacia el horizonte.
Seguidamente, posó
su mirada sobre una fotografía amarillenta, como las cartas que leyó días antes
y que eran de su abuelo, los libros empolvados de la pequeña biblioteca, en
ella el abuelo coleccionaba Selecciones de Reader´s Digest se acercó a esta y
empezó a ojearla, había aprendido a leer precozmente, la profesora Aída le
había enseñado en el colegio el uso del diccionario, el abuelo guardaba un
pequeño Larousse ilustrado con el que resolvía las tareas de lenguaje, también
había varios ejemplares del “El Peneca”, revista de
cuentos para niños y así poco a poco fue adentrándose en los libros, revistas y
folletos.
Estaba tan
distraído que dejó volar su imaginación en un Pegaso, y montado sobre su alas,
recorría el espacio raudamente miraba desde las alturas la pequeñez de pueblo,
de sus calles, la estación del tren y sus dos plazas, volaba hacia las chacras
de Pancán y Chunán, y reía feliz se olvidaba de todas sus inquietudes, se
dejaba llevar por el caballo alado, presto volaba sobre el cielo como un moderno
Perseo.
De pronto la voz
de su abuela lo sacó de sus sueños, lo llamaba para la cena, corrió y abrazo a
Mercedes, luego se sentó con ella y con sorpresa descubrió que su mamá le había
preparado su postre favorito, mazamorra morada con mucha fruta. Terminada la
cena salió al patio, el tiempo estaba templado, no hacía mucho frio y no
necesitaba mucho abrigo, el cielo estrellado, contemplaba absorto una cantidad
infinita de estrellas tan lejanas que formaban imágenes caprichosas, de pronto
se quedó sorprendido vio una estrella fugaz que se desplazaba en el horizonte y
se perdía tras los cerros, corrió raudamente y pletórico de alegría relató a Mercedes
el acontecimiento del que había sido testigo por primera vez en su vida. Esa
noche luego de orar por sus padres y su abuela durmió feliz abrazado a sus
recuerdos y sueños que volaron hacia el infinito.
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