Fidel,
un niño de apenas 8 años, huérfano de padre desde los 3 años y con la madre
ausente casi desde que nació, vivía con su abuela Antonia de 65 años quien aun
derrochaba fortaleza física, era una dama incansable y amaba entrañablemente a
su nieto, desde que su hijo Rosendo padre de Fidel falleció en un accidente
automovilístico y la madre María pretextando una enfermedad familiar en Lima,
había dejado a Fidel al cuidado de Antonia, lo cierto es que, ella había
abandonado a su hijo después de la muerte de su esposo, porque sintió que la
responsabilidad de criar a un hijo sola, era muy grande y creía no estar a la
altura de su responsabilidad.
Fidel como todo niño de su edad, era alegre y
entusiasta, pero a veces guardaba profundo silencio, como esa tarde en que, parado
frente a la ventana, abrió las cortinas
de tul, miró cómo la tarde se disipaba en el horizonte, perdiéndose entre
cactus, cerros y nubes rojizas, mientras los últimos rayos del sol se despedían,
la población acostumbrada a esta rutina, se quedaba a oscuras por breves
momentos, hasta que Dionisio el
electricista, prendía el grupo electrógeno que proveía de luz al pueblo, así los
innumerables focos de casas, calles y plazas, se llenaban con una tenue luz
mortecina, que alumbraba poco y los pequeños comercios y tiendas de abarrotes, volvían
a la vida, no sin asegurarse tener muy cerca una lámpara de kerosene o unas
velas, que para el efecto daba lo mismo, porque la energía se interrumpía en
cualquier momento dado que el motor era muy viejo y la energía se cortaba a las
12 p.m todos los días en algunos sectores y de allí para adelante, la noche era
gris totalmente, oscura, lóbrega, silenciosa y a merced de los malos instintos
y del intenso frío helado.
Fidel estaba allí, contemplativo y ensimismado
frente al centenario escritorio de persiana modelo Bureau, de 18 cajones, cubierto
por una tapa de cuero repujado y un vidrio grueso con filo metálico, que lo
protegía de las inclemencias del tiempo, el porta sellos en una esquina, la
botella de tinta vacía y la pluma vieja al costado junto al secante de rodillo,
viejos trastes, mudos testigos del trabajo concienzudo del abuelo; estaban ahí,
eran la prueba viviente de un trabajo duro y sacrificado que el abuelo de Fidel
había desarrollado, escribiendo para el periódico de la ciudad. Se sentó
en la silla giratoria de caoba que había
vivido sus mejores años, hoy rechinaba al girar bajo el peso del niño, muchos
recuerdos le traía ese recinto, el abuelo ausente, el padre muerto, y la madre
entrañable que no regresaba a verlo, por razones que ella solo conocía,
quitándole luz y sabiduría a su vida. La abuela Antonia en la cocina preparando
la cena, eran solo dos, la abuela y él, que cada día compartían los alimentos a
una hora exacta, ya faltaba cuarentaicinco minutos para la cena.
Mientras
se mecía en circulo sobre la silla, un juego que disfrutaba mucho cada noche, él
trataba de encontrar respuestas a sus pequeñas inquietudes, tenía pocas, eran
suficientes para su tierna edad, sin embargo, había las que le causaban mayor
desasón y envolvían su pequeña cabeza: dónde estaba su madre, por qué se fue,
cuándo volvería, estaba lejos de él, por qué la abuela no quería responder a
sus preguntas; luego como cada noche observaba la pequeña sala, recorría con su
mirada escrutadora, paseándola a sus anchas entre el espejo, el portasombreros,
el arco y las flechas, la mecedora, los santos y sus pequeños altares, las
velas apagadas y él mirando de hito en hito la fotografía del abuelo Atanasio
bien al terno oscuro posando con su viejo violín en el brazo y la mirada hacia
el horizonte. Luego paseaba su mirada sobre una fotografía
amarillenta, volvió a mirarla, allí estaban sus abuelos jóvenes con su padre
pequeño, lo guardo con cariño dentro de un álbum, los libros empolvados de la pequeña
biblioteca, en ella el abuelo coleccionaba Selecciones de Reader´s Digest se
acercó a esta y empezó a ojearlas, había aprendido a leer precozmente, la
profesora Aída le había enseñado en el colegio el uso del diccionario, el
abuelo guardaba un pequeño Larousse ilustrado con el que Fidel resolvía las
tareas de lenguaje; detrás de los libros grandes descubrió uno de pasta
amarillenta, que le llamó la atención por el título, Corazón decía en letras rojas y más abajo el nombre del autor:
Edmundo De Amicis, era el diario de un niño italiano, se sentó en el escritorio
y empezó a hojear la obra, sus ojos habidos de interés repasaron hoja por hoja,
inició con el índice organizado por meses y los títulos de los cuentos mensuales:
El Pequeño Patriota Paduano, El Pequeño vigía lombardo y así avanzó hasta
llegar al cuento mensual de mayo: De los Apeninos a los Andes, leyó las primeras líneas y quedó cautivado por
las imágenes que le trasmitía la lectura, se acomodó y continuo concentrado con
mucho interés, cuando de pronto escuchó que su abuela lo llamaba para la cena,
dudó en dejar el libro en el estante, luego lo agarró y se lo llevó al comedor,
terminó de comer y después de asearse, nuevamente reanudó la lectura y su
creciente interés iba en aumento conforme avanzaba, terminó de leer el cuento y
sintió un gran alivio en su ser, había descubierto que el personaje central del
cuento, era un niño como él de nombre Marcos, que había tomado la decisión de buscar
a su madre Josefa quien había viajado a Buenos Aires en Argentina en busca de trabajo, el relato de
las peripecias y episodios que este niño sufrió durante el viaje de Italia a
América y encontrar a su madre enferma en la casa de una familia, le hizo ver
cuanta similitud existía entre Marcos y él, esa noche durmió feliz, porque decidió
que buscaría a su madre de la misma forma que el personaje del cuento.
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