Irene abrió los ojos, recordó a su madre, escuchó el incesante balido de las ovejas y el particular canto del gallo giro. Sonrió acicalándose frente al espejo en su baño. Abrió el ventanal, sintió la luz divina del sol ingresar por sus cortinas y miró su jardín. La lluvia cayó muy suavemente en la madrugada, se notaba en las hojas y flores, se observaba en el verdor del pasto, que parecía una alfombra formada por millones de gotas del rocío. Iría de frente al jardín, observaría los brotes del rosal que había sembrado dos meses atrás. Luego a la panadería Flor Silvestre, a comprar lo necesario para el buen desayuno, faltaban treinta minutos para que su padre bajara al gran comedor.
Extasiada por momentos, se perdía en sus sueños de niña-adolescente, se veía flotar en el aire, volar en los brazos de un Pegaso, recorriendo su mundo, mirando desde las alturas la ciudad, su calle, la casa y especialmente su jardín tan querido, en el que había puesto todo su esfuerzo para sembrar diferentes clases de flores. Todas sus flores eran hermosas y emanaban un olor característico, ella moría por sus rosas. Eran unas rosas fuertes, hermosas y enormes, color rojo sangre, una sola cabía en su mano.
Faltaban dos días para partir a la gran ciudad, tenía que salir de la provincia y estudiar en la capital, soñaba con estudiar enfermería. Lo había decidido aconsejada por una tía y su esposo médico quienes trabajaban en el hospital general de la provincia. Quería ser enfermera como su madre, su bella madre, la abandono seis años atrás, partió a su destino final. Ella sabía que quienes se quedaban en la ciudad pequeña, hombres y mujeres, eran seres derrotados. En la provincia eran escasas las oportunidades de estudio y casi nulas las de un buen trabajo.
Algunos perdían la batalla de la vida al final de la secundaria, se dedicaban de cuerpo entero al dios Baco. Los que partían en pos de superarse, eran los menos, los demás vivían adorando las tardes de futbol y las noches en cualquier bar de la ciudad, cantando boleros y rancheras, mientras el etanol se apoderaba de sus últimos refugios y sueños. Irene sabía todo eso, por un hermano quien había perdido la batalla y se dejó arrastrar por los amigos. El caso de las mujeres era peor, muchas esperaron al famoso “príncipe azul”, que casi nunca llegaba, o caían presas de algún oportunista, quien les dejaba un recuerdo para toda la vida.
Irene sonrió para sí, salió a la calle y fue directamente a la panadería, compró el pan, los huevos y el jamón del país, muy sabroso y regresó de inmediato. Dejó las compras en la cocina y esperó que Matilde, la vieja empleada hirviera la leche recién ordeñada. Matilde vivía con la familia hacía muchas lunas, había criado al papá de Irene y a sus hermanos, eran tres. Cocinaba y mantenía limpia la casa. Irene cariñosamente la llamaba con el diminutivo de Mati, ella sonreía con gran sencillez y sinceridad y le pedía que esperara los tres hervores reglamentarios de la leche, “así mataban los microbios”.
Al poco rato ingresó Manuel, padre de Irene, pidió su desayuno con su gran vozarrón, Mati salió volando de la cocina con la bandeja en las manos, ella sabía que no debía demorarse. Irene conversó con su padre y le hizo conocer sus inquietudes y temores sobre el viaje a la capital. El padre miró con ojos bondadosos a su única hija, le dijo que no debía tener ningún temor, pues iba a la casa de un hermano, que hacía muchos años vivía en la capital. Allí viviría, junto a sus primos, solo le pidió que estudiara con bastante responsabilidad, lo demás debía dejarlo en manos de su padre, quien para todo tenía una solución.
Los dos días para Irene pasaron volando, entre despedida y despedida de sus amigas, la compra de algunos encargos para la familia y la preparación del viaje. Se percató, cuando la noche anterior Mati fue a su dormitorio para rogarle se cuidara en la gran ciudad, y no la olvidara. Ambas mujeres se confundieron en un abrazo, brotaron los sentimientos y lloraron en silencio, recordando a la madre fallecida.
Muy temprano al día siguiente, Irene visitó su jardín, se despidió con pena de cada una de sus flores, muy brevemente porque faltaba poco tiempo para la partida del bus. Tomó su desayuno al vuelo y luego de asearse, salió llevando sus bártulos. Se despidió de Matilde, de Marcial y volvió la vista a su jardín, y sus ojos se nublaron de tristeza. De la casa a la agencia eran tan solo cinco minutos, fueron los más largos de su vida. El Bus partió a la hora señalada y las lagrimas y besos menudearon, abrazó fuertemente a su padre y partió a la gran ciudad.
Los años pasaron muy rápidamente, ocho en total, los mensajes entre hija y padre fueron muy copiosos y abundantes. Irene terminó la carrera de enfermería y consiguió trabajo en una clínica privada, muy bien remunerada. Ella siempre tenía presente su jardín, y guardaba la foto que Mati le había entregado al partir. Se preguntaba habitualmente-cómo estará mi jardín, mi rosal-. Su padre usualmente le informaba que todo estaba bien. Una tarde de marzo, recibió una noticia muy triste, su padre había enfermado gravemente y era urgente su presencia en su provincia. Ella agarró lo que pudo y partió de Lima en el primer carro que encontró, su regreso fue muy triste pensando en lo peor. Llegó a su terruño por la tarde, una lluvia fuerte le dio la bienvenida y rápidamente se dirigió a su casa, al abrir la puerta del que era su hogar, se encontró con Mati, quien la recibió con un abrazo y llorando, le informó que su padre había fallecido una hora antes, fulminado por un ataque cardiaco, precisamente en el instante en que amorosamente arreglaba el hermoso rosal de su hija.
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