Era Abril de 1949 y la ciudad
despertaba del largo letargo friolento de la noche. Abril, mes de la constelación
Aries y del dios Marte o Ares, sus mañanas iluminaban la pequeña ciudad andina,
eran radiantes y frías. Un sol luminoso, bajo el manto de un cielo azul intenso
que llenaba de alegría y magia el espíritu de los pobladores.
El frío mañanero era penetrante se sentía en los huesos, se observaba
en las bocanadas de vapor que salían de las bocas de las personas, es que pese
al brillo del sol abriendo por el Este, sus rayos a esa hora llegaban
débilmente, casi como una suave caricia y las personas buscaban abrigarse con
prendas gruesas para protegerse de las inclemencias de la naturaleza, por lo
menos las primeras horas del día.
Con seguridad al mediodía tendrían que desprenderse de esas prendas
gruesas, porque el sol calentaba con fuerza y es que, a esa hora, toda la
población estaba en actividad intensa, casi febril, por todos lados de la
pequeña ciudad había movimientos de personas, atendían los numerosos negocios abiertos,
para atender a los vecinos y las personas realizaban sus actividades de todo
tipo.
Esa mañana fría, como todos los días Antonio Bonifas se levantó muy
temprano casi con el crespúsculo náutico matutino, esos minutos que nos
regalaban las madrugadas entre la claridad del amanecer y el orto del sol,
llamó a su esposa Helena y la empleada María le respondió que había salido a
comprar algunos artículos a la tienda de Don Joaquín Tomashiro con la niña Rosa,
quien tenía 25 años.
Helena desde hacía 15 días acompañada de Rosa y de manera subrepticia
salían de casa llevando algunas prendas y también artículos de primera
necesidad, sin decir una palabra, las dos mujeres se dirigían con dirección,
por el momento desconocida. Tampoco se sabía a quién iban a visitar todas las
mañanas. Caminaban presurosas, de cuando en cuando volteaban la vista para
observar si alguien las observaba, pero constataban que la calle por donde se
desplazaban a esa hora estaba completamente vacía.
Solo las vendedoras de leche con
sus acémilas descansando, quienes se apoderaban de algunas esquinas de
la ciudad, dominaban el panorama matutino. Llegaron a una puerta de madera
color verde petróleo, tocaron, alguien les abrió los goznes chirriaban y
desaparecieron en su interior y esperaron en el zaguán antiguo, posteriormente,
atravesando un patio lleno de flores, ingresaron a un ambiente.
Antonio después del aseo personal, y afeitarse con su navaja de
barbero, se dirigió a la cocina comedor donde lo esperaba un buen desayuno con panes
calientes de su propia panadería, que funcionaba en un local frente a la casa,
disfrutó, gozó como cada día, del desayuno con mucho deleite y salió
agradeciendo, se puso el sacón de paño azul marino que lo acompañaba desde
hacía cinco temporadas y el sombrero de fieltro heredado de su padre y salió al
exterior, barrió con su mirada escrutadora ambos lados de la calle donde vivía,
cuyo piso de tierra tenía las huellas húmedas del amanecer.
A media cuadra de distancia pudo divisar a su esposa Helena del Carmen acompañada
por sus hija Rosa que se dirigían en dirección de la casa de su compadre Jorge
Verástegui, pensativo se preguntó-adónde irá Helena a estas horas- prosiguió
sus pasos que lo llevarían hacia el local de la panadería, cruzó la calzada de
tierra, abrió la puerta chica del inmenso portón y sus articulaciones
chirriaron, recordándole que pedían a gritos una lubricada de sus partes metálicas
tan viejas, como la madera de pino del que estaba hecha.
Alargó sus pasos, cruzó el largo pasadizo, el eco de sus pisadas en el
piso empedrado retumbó, miró la pileta cuyas gotas congeladas tenían formas
caprichosas simulando una caída. Ingresó al interior del local donde funcionaba
el horno de arcilla, donde trabajaba diariamente desde hacía veinticinco años y
saludó a sus tres colaboradores con afecto, ellos estaban en febril actividad sacando del horno los últimos latones con los
panes calientes. Los primeros panes habían salido muy temprano para su
distribución a las personas de toda condición, que esperaban ansiosos los panes
calientes y sabrosos de la panadería Don Antonio, considerados una delicia y los
mejores de la localidad.
Antonio permaneció en el horno hasta las 11 de la mañana y dio
disposiciones a los trabajadores para preparar lo concerniente para la tarde. Salió
a estirar las piernas, dirigió sus pasos a la calle Grau y subió la empinada pista
de tierra, con paso lento pero seguro. Llegó a la Plaza de Armas, se persignó
frente a la catedral, se encontró con Epifanio el vendedor de periódicos y
revistas, intercambió saludos y recibió El
Comercio del día anterior, así llegaban los diarios a provincias, le
recordó que esa noche ensayaban, con su amigo Ambrosio, formaban el trio Gato
Negro, ofrecían serenatas y amenizaban cumpleaños y matrimonios en la ciudad y
los pueblos aledaños con mulisas y huaynos propios de la región. Antonio tocaba
el violín como los dioses.
Prosiguió su paseo, visitó al boticario por una dolencia a la cadera
que lo acompañaba varias semanas que se agudizaba por el frio, recibió el
remedio pagó y se despidió con un apretón de manos, se cruzó con varias
personas a quienes saludó formalmente entre hombres y mujeres que lo conocían,
y eran sus clientes habituales, se dirigió al gran almacén de su compadre
Victorio, en esta gran tienda se encontraba desde una aguja hasta una máquina
de coser Singer a pedal y desde una harmónica
o rondín hasta instrumentos mayores de viento y cuerda, Victorio mostraba
las últimas novedades traídas de la capital.
Antonio siempre observaba con detenimiento un hermoso violín que se
lucía en un escaparate, era de construcción francesa-cuánto deseaba adquirirlo-
su situación económica no le permitía, pero para él con siete hijos que
mantener era muy costoso, soñar no cuesta nada, volvía a preguntar nuevamente a
su compadre por el precio y nuevamente movía la cabeza negativamente, su
compadre entendió el mensaje, para otra oportunidad será, se despidió de Victorio
y salió del almacén mejor abastecido de la ciudad y el sol en el cenit le
recordó que debía regresar a la casa para almorzar, así que, alargó los pasos
pese al dolor de la cadera y en menos de siete minutos ingresaba a su hogar, ya
todos estaban esperando que llegara para sentarse en la gran mesa del comedor y
como todos los días almorzar juntos, solo que, faltaba su esposa, que se
demoraba en llegar.
Todos sus hijos lo miraban preocupados, porque conocían la firmeza de
su carácter, también faltaba la mayor de las hijas y Antonio no se había
percatado, hasta que preguntó por ella, adónde va su madre todos los días en la
mañana acompañada de Rosa, a propósito dónde está Rosa. Ricardo el mayor de los
hermanos le comentó que habían salido para visitar a una señora que había dado
a luz, lo cual era cierto.
Todos en casa compartían un secreto que su querida madre les había pedido
guardar, por lo que nadie se atrevía a delatar, hasta que, la menor de todas
las hijas Elivia que tenía 15 años de edad y por la que Antonio tenía
predilección por ser la menor, le dijo papá es que Pedro ha tenido un hijo con
Antonia una chica del barrio. Pedro solo tenía 17 años y era un estudiante.
En esos instantes ingresaron Helena y Rosa, todos volvieron la mirada
hacia su padre, luego miraron a su madre y hermana, las dos se quedaron paradas
muy sorprendidas en la puerta, de inmediato Petronila se percató que Antonio
Bonifás ya sabía el secreto que desde casi un mes guardaban celosos toda la
familia, por no contrariar a su padre.
Al verlas ingresar y luego del saludo, entre enojado y gozoso por la
noticia, les reprochó no haberle informado en su debido momento, lo que estaba
sucediendo a su alrededor y mucho menos que no le dijeran, que el menor de sus
hijos lo había hecho abuelo. Rápidamente olvidó la amargura y el mal momento, y
de inmediato, preguntó por su nieto y dispuso que fueran a recogerlo junto con
su madre. No faltaba más orden, salieron aligerando el paso la abuela Helena y
Rosa, en menos de lo que canta un gallo ya estaban de regreso.
Así fue como Jorge Anselmo a sus escasos 36 días de nacido, ingresó en
los brazos de su madre, por la puerta grande a la casa paterna, todos estaban
reunidos en la sala de la casa, fue recibido con alegría y todo el amor que se
le puede dispensar, a un recién nacido y nuevo integrante de la familia, la
casa bullía de alegría y felicidad, las empleadas sonreían de alegría, entraban
y salían después de ver a Jorgito. Toda la familia estaba muy emocionada al
verlo entre pañales blancos y frazada colorida de lana, bien abrigado de pies a
cabeza, ingresando a la casa ese día de Abril que nunca olvidaremos.
Algunas lágrimas furtivas se perdieron en los ojos del abuelo, la
emoción lo embargó cuando por fin lo tuvo entre sus brazos, se percató de la
fragilidad de ese cuerpito pequeño, indefenso, que necesitaba todo el amor y ayuda
posible; lo acarició, lo besó y exclamó internamente cerrando los ojos para sí
mismo –mi nieto querido-.
Desde ese día, cada mañana al levantarse Antonio y Helena, lo primero
que hacían era ir a ver, cómo había amanecido su querido nieto, y así, el
tiempo fue pasando, a veces rápido, a veces lento. Jorge creciendo,
fortaleciendo sus piernas y brazos, alimentándose con la mejor leche y rodeado
del cariño de sus padres, tíos y especialmente de su abuelos.