El añejo almendro, con muchos setiembres a cuestas, permanece silencioso, inmutable e imperturbable mientras una suave brisa del invierno piurano lo deshoja una a una dejándolo desnudo.
Poco a poco se despoja de su carga ligera, sus hojas secas de un color oscuro en vaivén vuelan del viento a la superficie como aves marchitas desnudándolo de la cabeza a los pies.
Cada año en este tiempo muda de ropaje, luego se viste verde de la copa al tallo, brotan hojas nuevas, flores amarillas y el fruto pugna por abrazar el sol y ofrecernos su sabor agridulce.
Pocos se percatan de su desnudez impúdica, otros tantos miran y se alejan cambiados, solo el viejo jardinero lo contempla en pasmado silencio, son muchos años juntos.
Cuando él llegó, ya el árbol era adolescente, ambos se contemplan mutuamente, difícil saber qué emociones despiertan en sí mismos, un lacónico reproche por el cúmulo de hojas a sus pies que le causan demora en recoger.
Cuánto trabajo le das a tu compañero de vida, de días con y sin sol radiante que abraza, de suave frío y ventisca sin rumbo, de noches de vigilia y espacios abiertos, como aquella en que brotaste a la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario