Jauja 1962, una
ciudad apacible, tranquila, muy devota; las fiestas en Jauja tenían y tienen
contenido religioso, había y hay muchas fechas festivas a lo largo del año
desde enero hasta diciembre, los pobladores, especialmente los responsables,
ahorraban todo el año y festejaban a lo grande en la bella ciudad y pueblos
cercanos. El violín, el arpa y el saxofón eran infaltables.
Los hermanos Pedro, Pablo,
Rosario y María vivían en la primera cuadra de la calle Bolognesi muy cerca de
la Plaza principal, en una antigua casona, de paredes cuarteadas, una puerta
mediana y gruesa que había perdido su color verde petróleo, un patio empedrado
en cuyas esquinas descansaban maceteros llenos de flores. Una sala enorme que
María utilizaba para organizar el nacimiento más grande de la ciudad en navidad.
El ambiente de la
cocina-comedor era opaco, lóbrego, sin ventilación, una pequeña ventana dejaba
entrar la luz con mucho esfuerzo. La cocina era a leña, las paredes alguna vez
fueron blancas, estaban grises por el hollín, una mesa y dos bancas rústicas
grandes de madera y un pequeño horno de ladrillos completaban el cuadro de este
ambiente, donde María y Rosario se reunían diariamente para tomar sus
alimentos. Por la tarde a la hora del lonche, participaban Pedro y Pablo,
algunas veces llegaba Antonia la hermana mayor, luego todos rezaban el santo
rosario.
La tía Rosario se
despertó como siempre a la misma hora, se estiró encima de su mullida cama,
llena de almohadones y frazadas de lana de oveja, se levantó se puso las
pantuflas y encima del pijama extendió una chompa gruesa color marrón que, le
llegaba hasta las rodillas, era de lana de oveja merino. Se acercó al ventanal
de su dormitorio corrió las cortinas y un sol esplendoroso iluminaba la mañana,
miró el jardín interior, se veía hermoso, la pileta al fondo con visos de
escarcha mañanera. Rosario tenía cincuenta años, era soltera, vigorosa y
conservaba una buena apariencia.
Miró el reloj, se ubicó
frente al espejo y se acicaló el cabello, descubriendo que tenía hebras de
plata, bajó al ambiente utilizado como cocina-comedor, seguro que María ya
salió a misa, pensó. Luego llamó a la joven que ayudaba en los quehaceres de la
casa no obtuvo respuesta. La joven Raquel que conocía bien a Rosario, había
salido temprano a comprar el pan caliente de la panadería de Don Atanasio, el
mejor pan de la ciudad.
María había salido
minutos antes que despertara su hermana, aleccionada por las campanadas de la
Iglesia y por el loro que repetía cada mañana, ¡levántate, María para la misa! El
loro hablaba hasta que sentía el clásico sonido de los zapatos negros gastados de
María, esta era muy católica, asistía a misa todos los días a las seis y
treinta de la mañana y comulgaba, cubría su cabeza con un velo negro, que
tapaba su cara. Era una tía “cucufata”. Los otros tíos iban más tarde a la
misa, menos Pablo.
Como toda ciudad provinciana Jauja era muy tradicional
muy creyente donde se celebraban numerosas fiestas religiosas y aniversarios de
la ciudad y los poblados cercanos, con buena comida y bebida. En aquellos años,
la labor de la Iglesia Católica y de los sacerdotes por la feligresía,
especialmente la niñez y juventud, pasaba por inculcar valores y catequizar a
los niños, iniciarlos en el conocimiento de los preceptos, oraciones,
mandamientos, de la religión católica.
Durante todo el año
en la Iglesia Matriz de Jauja los fines de semana, se impartía el catecismo los
sábados, está actividad se iniciaba con la matrícula y era un compromiso
obligatorio asistir los sábados a partir de las dos de la tarde al catecismo,
clases sobre la religión católica una especie de curso de religión. Las
catequistas, eran jóvenes mujeres, que habían sido parte de estos cursos
anteriormente y conocían al detalle los temas a enseñar, ponían todo su
esfuerzo en hacer de los niños verdaderos católicos.
Cada sábado
puntualmente asistíamos al catecismo, las catequistas entregaban una libreta de
control anual, que incluía las oraciones, preceptos, mandamientos, canciones
religiosas y fechas importantes de nuestra religión, al final había dos hojas
de control, para dar conformidad de asistencia al catecismo con un sello que
decía “CATE”.
Los domingos la
asistencia a misa de 8 de la mañana era obligatoria, y todos los niños
estábamos en primera fila orando y cantando canciones aprendidas, al final
después de la Santa bendición, formados y guiados por las catequistas íbamos al
patio lateral de la iglesia, donde sellaban la asistencia a misa con otro sello
“MISA”. Lo más interesante venía después, disfrutábamos de un sabroso desayuno,
un bizcocho grande con pasas y una taza de chocolate caliente.
Mientras servían el
desayuno, el padre Fabiano, un sacerdote italiano joven, se paseaba muy
sonriente, con su San Martín en la mano, una especie de chicote de tres puntas, que daba temor, porque
sus efectos eran dolorosos, el joven sacerdote lo blandía al aire como una
espada del medioevo, en ocasiones por la ansiedad, se armaba un gran bullicio y
desorden en la cola, entonces a los provocadores les caía su “estate quieto”.
Los domingos en la
tarde estaba programada la proyección de una película en el salón parroquial,
un improvisado cine, el costo para ingresar era de cuarenta centavos o dos
pesetas, este improvisado cinema, solo disponía de un solo proyector, por lo que,
entre rollo y rollo se prendían las luces, se daba rienda suelta a la chacota y
bullicio era tremendo. Nos divertíamos a lo grande.
El padre Fabiano en
medio de sus limitaciones siempre ofreció a la comunidad lo que estaba a su
alcance de forma desinteresada y con el amor cristiano que profesaba a toda la población
especialmente a los niños. Un sacerdote italiano cumpliendo su misión en
tierras lejanas, con humildad, dedicación, preocupado para que los niños de
esta ciudad crezcan con valores, cumpliendo su labor de culto y de
intermediación entre sus feligreses y Dios, inolvidables momentos y aprendizaje
de valores de un sacerdote que la memoria guarda con agradecimiento. Gracias
padre Fabiano, allí en donde te encuentres gozando de la paz del señor.